PSIQUEVITAL
Toda emoción es una señal. Toda emoción es un motor que activa una acción. Conocer las emociones es una forma de profundizar en nuestras acciones y comprenderlas. Podemos utilizar las emociones como herramientas para localizar nuestros problemas y así actuar para solucionarlos.
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viernes, 28 de septiembre de 2012
jueves, 27 de septiembre de 2012
EL ARTE DE AMAR. Erick Fromm. (II)
CAPÍTULO II. LA TEORÍA DEL AMOR
EL AMOR, LA RESPUESTA AL PROBLEMA DE LA
EXISTENCIA HUMANACualquier teoría del amor debe comenzar con una teoría del
hombre, de la existencia humana. Si bien encontramos amor, o más bien, el
equivalente del amor, en los animales, sus afectos constituyen fundamentalmente
una parte de su equipo instintivo, del que sólo algunos restos operan en el
hombre. Lo esencial en la existencia del hombre es el hecho de que ha emergido
del reino animal, de la adaptación instintiva, de que ha trascendido la
naturaleza -si bien jamás la abandona y siempre forma parte de ella- y, sin
embargo, una vez que se ha arrancado de la naturaleza, ya no puede retornar a
ella, una vez arrojado del paraíso -un estado de unidad original con la
naturaleza- querubines con espadas flameantes le impiden el paso si trata de
regresar. El hombre sólo puede ir hacia adelante desarrollando su razón,
encontrando una nueva armonía humana en reemplazo de la prehumana que está
irremediablemente perdida.
Cuando el hombre nace, tanto la raza humana
como el individuo, se ve arrojado de una situación definida, tan definida como
los instintos, hacia una situación indefinida, incierta, abierta. Sólo existe
certeza con respecto al pasado, y con respecto al futuro, la certeza de la
muerte.
El hombre está dotado de razón, es vida
consciente de sí misma; tiene conciencia de sí mismo, de sus semejantes, de su
pasado y de las posibilidades de su futuro. Esa conciencia de sí mismo como una
entidad separada, la conciencia de su breve lapso de vida, del hecho de que
nace sin que intervenga su voluntad y ha de morir contra su voluntad, de que
morirá antes que los que ama, o éstos antes que él, la conciencia de su soledad
y su "separatividad" *, de su desvalidez frente a las fuerzas de la
naturaleza y de la sociedad, todo ello hace de su existencia separada y
desunida una insoportable prisión. Se volvería loco si no pudiera liberarse de
su prisión y extender la mano para unirse en una u otra forma con los demás
hombres, con el mundo exterior.
La vivencia de la separatividad provoca
angustia; es, por cierto, la fuente de toda angustia. Estar separado significa
estar aislado, sin posibilidad alguna para utilizar mis poderes huma nos. De
ahí que estar separado signifique estar desvalido, ser incapaz de aferrar el
mundo -las cosas y las personas- activamente; significa que el mundo puede
invadirme sin que yo pueda reaccionar. Así, pues, la separatividad es la fuente
de una intensa angustia. Por otra parte, produce vergüenza y un sentimiento de
culpa. El relato bíblico de Adán y Eva expresa esa experiencia de culpa y
vergüenza en la separatividad. Después de haber comido Adán y Eva del fruto del
"árbol del conocimiento del bien y del mal", después de haber
desobedecido (el bien y el mal no existen si no hay libertad para desobedecer),
después de haberse vuelto humanos al emanciparse de la originaria armonía
animal con la naturaleza, es decir, después de su nacimiento como seres
humanos, vieron "que estaban desnudos y tuvieron vergüenza". ¿Debemos
suponer que un mito tan antiguo y elemental como ése comparte la mojigatería
del enfoque moralista del siglo XIX, y que el punto importante que el relato
quiere transmitirnos es la turbación de Adán y Eva porque sus genitales eran
visibles? Es muy difícil que así sea, y si interpretamos el relato con un
espíritu victoriano, pasamos por alto el punto principal, que parece ser el
siguiente: después que hombre y mujer se hicieron conscientes de sí mismos y
del otro, tuvieron conciencia de su separatividad, y de la diferencia entre
ambos, en la medida en que pertenecían a sexos distintos. Pero, al reconocer su
separatividad, siguen siendo desconocidos el uno para el otro, porque aún no
han aprendido a amarse (como lo demuestra el hecho de que Adán se defiende,
acusando a Eva, en lugar de tratar de defenderla). La conciencia de la
separación humana -sin la reunión por el amor- es la fuente de la vergüenza.
Es, al mismo tiempo, la fuente de la culpa y la angustia.
La necesidad más profunda del hombre es,
entonces, la necesidad de superar su separatividad, de abandonar la prisión de
su soledad. El fracaso absoluto en el logro de tal finalidad significa la
locura, porque el pánico del aislamiento total sólo puede vencerse por medio de
un retraimiento tan radical del mundo exterior que el sentimiento de separación
se desvanece -porque el mundo exterior, del cual se está separado, ha
desaparecido-.
El hombre -de todas las edades y culturas-
enfrenta la solución de un problema que es siempre el mismo: el problema de
cómo superar la separatividad, cómo lograr la unión, cómo trascender la propia
vida individual y encontrar compensación. El problema es el mismo para el
hombre primitivo que habita en cavernas, el nómada que cuida de sus rebaños, el
pastor egipcio, el mercader fenicio, el soldado romano, el monje medieval, el
samurai japonés, el empleado y el obrero modernos. El problema es el mismo,
puesto que surge del mismo terreno: la situación humana, las condiciones de la
existencia humana. La respuesta varía. La solución puede alcanzarse por medio
de la adoración de animales, del sacrificio humano o las conquistas militares,
por la complacencia en la lujuria, el renunciamiento ascético, el trabajo
obsesivo, la creación artística, el amor a Dios y el amor al Hombre. Y si bien
las respuestas son muchas -su crónica constituye la historia humana- no son,
empero, innumerables. Por el contrario, en cuanto se dejan de lado las
diferencias menores, que corresponden más a la periferia que al centro, se
descubre que el hombre sólo ha dado un número limitado de respuestas, y que no
pudo haber dado más, en las diversas culturas en que vivió. La historia de la
religión y de la filosofía es la historia de esas respuestas, de su diversidad,
así como de su limitación en cuanto al número.
Las respuestas dependen, en cierta medida,
del grado de individualización alcanzado por el individuo. En el infante, la
yoidad se ha desarrollado apenas; él aún se siente uno con su madre, no
experimenta el sentimiento de separatividad mientras su madre está presente. Su
sensación de soledad es creada por la presencia física de la madre, sus pechos,
su piel. Sólo en el grado que el niño desarrolla su sensación de separatividad
e individualidad, la presencia física de la madre deja de ser suficiente y
surge la necesidad de superar de otras maneras la separatividad.
De manera similar, la raza humana, en su
infancia, se siente una con la naturaleza. El suelo, los animales, las plantas,
constituyen aún el mundo del hombre, quien se identifica con los animales, como
lo expresa el uso que hace de máscaras animales, la adoración de un animal
totémico o de dioses animales. Pero cuanto más se libera la raza humana de
tales vínculos primarios, más intensa se torna la necesidad de encontrar nuevas
formas de escapar del estado de separación.
Una forma de alcanzar tal objetivo consiste
en diversas clases de estados orgiásticos. Estos pueden tener la forma de un
trance autoinducido, a veces con la ayuda de drogas. Muchos rituales de tribus
primitivas ofrecen un vívido cuadro de ese tipo de solución. En un estado
transitorio de exaltación, el mundo exterior desaparece, y con él el
sentimiento de separatividad con respecto al mismo. Puesto que tales rituales
se practican en común, se agrega una experiencia de fusión con el grupo que
hace aún más efectiva esa solución. En estrecha relación con la solución
orgiástica, y frecuentemente unida a ella, está la experiencia sexual. El
orgasmo sexual puede producir un estado similar al provocado por un trance o a
los efectos de ciertas drogas. Los ritos de orgías sexuales comunales formaban
parte de muchos rituales primitivos. Según parece, el hombre puede seguir
durante cierto tiempo, después de la experiencia orgiástica, sin sufrir
demasiado a causa de su separatividad. Lentamente, la tensión de la angustia
comienza a aumentar, y disminuye otra vez por medio de la repetición del
ritual.
Mientras tales estados orgiásticos
constituyen una práctica común en una tribu, no producen angustia o culpa. Participar
en ellos es correcto, e inclusive es virtuoso, puesto que constituyen una forma
compartida por todos, aprobada y exigida por los médicos brujos o los
sacerdotes; de ahí que no existan motivos para sentirse culpable o avergonzado.
La situación es enteramente distinta cuando un individuo elige esa solución en
una cultura que ha dejado atrás tales prácticas comunes. En una cultura no
orgiástica, el alcohol y las drogas son los medios a su disposición. En
contraste con los que participan en la solución socialmente aceptada, tales
individuos experimentan sentimientos de culpa y remordimiento. Tratan de
escapar de la separatividad refugiándose en el alcohol o las drogas; pero
cuando la experiencia orgiástica concluye, se sienten más separados aún, y ello
los impulsa a recurrir a tal experiencia con frecuencia e intensidad
crecientes. La solución orgiástica sexual presenta leves diferencias. En cierta
medida, constituye una forma natural y normal de superar la separatividad, y
una solución parcial al problema del aislamiento. Pero en muchos individuos que
no pueden aliviar de otras maneras el estado de separación, la búsqueda del
orgasmo sexual asume un carácter que lo asemeja bastante al alcoholismo o la
afición a las drogas. Se convierte en un desesperado intento de escapar a la
angustia que engendra la separatividad y provoca una sensación cada vez mayor
de separación, puesto que el acto sexual sin amor nunca elimina el abismo que
existe entre dos seres humanos, excepto en forma momentánea.
Todas las formas de unión orgiástica tienen
tres características: son intensas, incluso violentas; ocurren en la
personalidad total, mente y cuerpo; son transitorias y periódicas. Exactamente
lo contrario ocurre en esa forma de unión que está lejos de ser la solución que
con mayor frecuencia eligió el hombre en el pasado y en el presente: la unión
basada en la conformidad con el grupo, sus costumbres, prácticas y creencias.
Volvemos a encontrar aquí una evolución considerable.
En una sociedad primitiva el grupo es
pequeño; está integrado por aquellos que comparten la sangre y el suelo. Con el
desarrollo creciente de la cultura, el grupo se extiende; se con vierte en la
ciudadanía de una polis, de un gran Estado, los miembros de una iglesia. Hasta
el romano indigente se sentía orgulloso de poder decir civis romanus sum; Roma
y el Imperio eran su familia, su hogar, su mundo. También en la sociedad
occidental contemporánea la unión con el grupo es la forma predominante de
superar el estado de separación. Se trata de una unión en la que el ser
individual desaparece en gran medida, y cuya finalidad es la pertenencia al
rebaño. Si soy como todos los demás, si no tengo sentimientos o pensamientos
que me hagan diferente, si me adapto en las costumbres, las ropas, las ideas,
al patrón del grupo, estoy salvado; salvado de la temible experiencia dé la
soledad. Los sistemas dictatoriales utilizan amenazas y el terror para inducir
esta conformidad; los países democráticos, la sugestión y la propaganda.
Indudablemente, hay una gran diferencia entre los dos sistemas. En las
democracias, la no conformidad es posible, y en realidad, no está totalmente
ausente; en los sistemas totalitarios, sólo unos pocos héroes y mártires
insólitos se niegan a obedecer. Pero, a pesar de esa diferencia, las sociedades
democráticas muestran un abrumador grado de conformidad. La razón radica en el
hecho de que debe existir una respuesta a la búsqueda de unión, y, a falta de
una distinta o mejor, la conformidad con el rebaño se convierte en la forma
predominante. El poder del miedo a ser diferente, a estar solo unos pocos pasos
alejado del rebaño, resulta evidente si se piensa cuán profunda es la necesidad
de no estar separado. A veces el temor a la no conformidad se racionaliza como
miedo a los peligros prácticos que podrían amenazar al rebelde. Pero en
realidad la gente quiere someterse en un grado mucho más alto de lo que está
obligada a hacerlo, por lo menos en las democracias occidentales.
La mayoría de las gentes ni siquiera tienen
conciencia de su necesidad de conformismo. Viven con la ilusión de que son
individualistas, de que han llegado a determinadas conclusiones como resultado
de sus propios pensamientos -y que simplemente sucede que sus ideas son iguales
que las de la mayoría-. El consenso de todos sirve como prueba de la corrección
de "sus" ideas. Puesto que aún tienen necesidad de sentir alguna
individualidad, tal necesidad se satisface en lo relativo a diferencias
menores; las iniciales en la cartera o en la camisa, la afiliación al partido
Demócrata en lugar del Republicano, a los Elks en vez de los Shriners, se
convierte en la expresión de las diferencias individuales. El lema publicitario
"es distinto" nos demuestra esa patética necesidad de diferencia,
cuando, en realidad, casi no existe ninguna.
Esa creciente tendencia a eliminar las
diferencias se relaciona estrechamente con el concepto y la experiencia de
igualdad, tal como se está desarrollando en las sociedades industria les más
avanzadas. En un contexto religioso, igualdad significó que todos somos hijos
de Dios, que todos compartimos la misma sustancia humano-divina, que todos
somos uno. Significaba también que deben respetarse las diferencias entre los
individuos, que, si bien es cierto que todos somos uno, también lo es que cada
uno de nosotros constituye una entidad única, un cosmos en si mismo. Tal
convicción acerca de la unicidad del individuo se expresa, por ejemplo, en la
sentencia talmúdica: "Quien salva una sola vida, es como si hubiera
salvado a todo el mundo; quien destruye una sola vida, es como si hubiera
destruido a todo el mundo." La igualdad como una condición para el
desarrollo de la individualidad fue, asimismo, el significado de este concepto
en la filosofía del iluminismo occidental. Denotaba (como lo formuló muy claramente
Kant) que ningún hombre debe ser un medio para que otro hombre realice sus
fines. Que todos los hombres son iguales en la medida en que son finalidades, y
sólo finalidades, y nunca medios los unos para los otros. Continuando las ideas
del iluminismo, los pensadores socialistas de diversas escuelas definieron la
igualdad como la abolición de la explotación, del uso del hombre por el hombre,
fuera ese uso cruel o "humanitario".
En la sociedad capitalista contemporánea,
el significado del término igualdad se ha transformado. Por él se entiende la
igualdad de los autómatas, de hombres que han perdido su individualidad. Hoy en
día, igualdad significa "identidad" antes que "unidad". Es
la identidad de las abstracciones, de los hombres que trabajan en los mismos
empleos, que tienen idénticas diversiones, que leen los mismos periódicos, que
tienen idénticos pensamientos e ideas. En este sentido, también deben recibirse
con cierto escepticismo algunas conquistas generalmente celebradas como signos
de progreso, tales como la igualdad de las mujeres. Me parece innecesario
aclarar que no estoy en contra de tal igualdad; pero los aspectos positivos de
esa tendencia a la igualdad no deben engañarnos. Forman parte del movimiento
hacia la eliminación de las diferencias. Tal es el precio que se paga por la
igualdad: las mujeres son iguales porque ya no son diferentes. La proposición
de la filosofía del iluminismo, l´ame n'a pas de sexe, el alma no tiene sexo,
se ha convertido en práctica general. La polaridad de los sexos está desapareciendo,
y con ella el amor erótico, que se basa en dicha polaridad. Hombres y mujeres
son idénticos, no iguales como polos opuestos. La sociedad contemporánea
predica el ideal de la igualdad no individualizada, porque necesita átomos
humanos, todos idénticos, para hacerlos funcionar en masa, suavemente, sin
fricción; todos obedecen las mismas órdenes, y no obstante, todos están
convencidos de que siguen sus propios deseos. Así como la moderna producción en
masa requiere la estandarización de los productos, así el proceso social
requiere la estandarización del hombre, y esa estandarización es llamada
"igualdad".
La unión por la conformidad no es intensa y
violenta; es calma, dictada por la rutina, y por ello mismo, suele resultar
insuficiente para aliviar la angustia de la separatividad. La frecuencia del
alcoholismo, la afición a las drogas, la sexualidad compulsiva y el suicidio en
la sociedad occidental contemporánea constituyen los síntomas de ese fracaso
relativo de la conformidad tipo rebaño. Más aún, tal solución afecta
fundamentalmente a la mente, y no al cuerpo, por lo cual es menos efectiva que
las soluciones orgiásticas. La conformidad tipo rebaño ofrece tan sólo una
ventaja: es permanente, y no espasmódica. El individuo es introducido en el patrón
de conformidad a la edad de tres o cuatro años, y a partir de ese momento,
nunca pierde el contacto con el rebaño. Aun su funeral, que él anticipa como su
última actividad social importante, está estrictamente de acuerdo con el
patrón.
Además de la conformidad como forma de
aliviar la angustia que surge de la separatividad, debemos considerar otro
factor de la vida contemporánea: el papel de la rutina en el trabajo yen el
placer. El hombre se convierte en "ocho horas de trabajo", forma parte
de la fuerza laboral, de la fuerza burocrática de empleados y empresarios.
Tiene muy poca iniciativa, sus tareas están prescritas por la organización del
trabajo; incluso hay muy poca diferencia entre los que están en los peldaños
inferiores de la escala y los que han llegado más arriba. Aun los sentimientos
están prescritos: alegría, tolerancia, responsabilidad, ambición y habilidad
para llevarse bien con todo el mundo sin inconvenientes. Las diversiones están
rutinizadas en forma similar, aunque notan drástica. Los clubs del libro
seleccionan el material de lectura; los dueños de cinematógrafos y salas de
espectáculos, las películas, y pagan, además, la propaganda respectiva; el
resto también es uniforme: el paseo en auto del domingo, la sesión de
televisión, la partida de naipes, las reuniones sociales. Desde el nacimiento
hasta la muerte, de lunes a lunes, de la mañana a la noche: todas las
actividades están rutinizadas y prefabricadas. ¿Cómo puede un hombre preso en
esa red de actividades rutinarias recordar que es un hombre, un individuo
único, al que sólo le ha sido otorgada una única oportunidad de vivir, con
esperanzas y desilusiones, con dolor y temor, con el anhelo de amar y el miedo
a la nada y a la separatividad?
Una tercera manera de lograr la unión
reside en la actividad creadora, sea la del artista o la del artesano. En
cualquier tipo de tarea creadora, la persona que crea se une con su material,
que representa el mundo exterior a él. Sea un carpintero que construye una
mesa, un joyero que fabrica una joya, el campesino que siembra el trigo o el
pintor que pinta una tela, en todos los tipos de trabajo creador el individuo y
su objeto se tornan uno, el hombre se une al mundo en el proceso de creación.
Esto, sin embargo, sólo es válido para el trabajo productivo, para la tarea en
la que yo planeo, produzco, veo el resultado de mi labor. Actualmente en el
proceso de trabajo de un empleado o un obrero en la interminable cadena, poco
queda de esa cualidad unificadora del trabajo. El trabajador se convierte en un
apéndice de la máquina o de la organización burocrática. Ha dejado de ser él, y
por eso mismo no se produce ninguna unión aparte de la que se logra por medio
de la conformidad.
La unidad alcanzada por medio del trabajo
productivo no es interpersonal; la que se logra en la fusión orgiástica es
transitoria; la proporcionada por la conformidad es sólo pseudounidad. Por lo
tanto, constituyen meras respuestas parciales al problema de la existencia. La
solución plena está en el logro de la unión interpersonal, la fusión con otra
persona, en el amor.
Ese deseo de fusión interpersonal es el
impulso más poderoso que existe en el hombre. Constituye su pasión más
fundamental, la fuerza que sostiene a la raza humana, al clan, a la familia y a
la sociedad. La incapacidad para alcanzarlo significa insania o destrucción -de
sí mismo o de los demás-. Sin amor, la humanidad no podría existir un día más.
Sin embargo, si llamamos "amor" al logro de la unión interpersonal,
nos vemos frente a una seria dificultad. La fusión puede lograrse en distintas
formas -y las diferencias no son menos significativas que lo que tienen de
común las diversas formas del amor-. ¿Deberíamos llamar amor a todas ellas? ¿O
tendríamos que reservar la palabra amor únicamente para una forma específica de
unión, una forma que ha sido la virtud ideal de todas las grandes religiones y
sistemas filosóficos humanísticos en los cuatro mil años de historia occidental
y oriental?
Como ocurre con todas las dificultades
semánticas, la respuesta sólo puede ser arbitraria. Lo importante es que
sepamos a qué clase de unión nos referimos cuando hablamos de amor. ¿Trátase
del amor como solución madura al problema de la existencia, o nos referimos a
esas formas inmaduras de amar que podríamos llamar unión simbiótica? En los
pasajes siguientes sólo usaré el término amor para designar la primera
alternativa. Comenzaré el examen del "amor" con la segunda.
La unión simbiótica tiene su patrón
biológico en la relación entre la madre embarazada y el feto. Son dos y, sin
embargo, uno solo. Viven "juntos" (sym-biosis), se necesitan
mutuamente. El feto es parte de la madre y recibe de ella cuanto necesita; la
madre es su mundo, por así decirlo; lo alimenta, lo protege, pero también su
propia vida se ve realzada por él. En la unión simbiótica psíquica, los dos
cuerpos son independientes, pero psicológicamente existe el mismo tipo de
relación.
La forma pasiva de la unión simbiótica es
la sumisión, o, para usar un término clínico, el masoquismo. La persona
masoquista escapa del intolerable sentimiento de aislamiento y separatividad
convirtiéndose en una parte de otra persona que la dirige, la guía, la protege,
que es su vida y el aire que respira, por así decirlo. Se exagera el poder de
aquel al que uno se somete, se trate de una persona o de un dios; él es todo,
yo soy nada, salvo en la medida en que formo parte de él. Como tal, comparto su
grandeza, su poder, su seguridad. La persona masoquista no tiene que tomar
decisiones, ni correr riesgos; nunca está sola, pero no es independiente; carece
de integridad; no ha nacido aún totalmente. En un contexto religioso, el objeto
de la adoración recibe el nombre de ídolo; en el contexto secular de la
relación amorosa masoquista, el mecanismo esencial, de idolatría, es el mismo.
La relación masoquista puede estar mezclada con deseo físico, sexual; en tal
caso, trátase de una sumisión de la que no sólo participa la mente, sino
también todo el cuerpo. Puede ser una sumisión masoquista ante el destino, la
enfermedad, la música rítmica, el estado orgiástico producido por drogas o por
un trance hipnótico; en todos los casos la persona renuncia a su integridad, se
convierte en un instrumento de alguien o algo exterior a él; no necesita
resolver el problema de la existencia por medio de la actividad productiva.
La forma activa de la fusión simbiótica es
la dominación, o, para utilizar el término correspondiente a masoquismo, el
sadismo. La persona sádica quiere escapar de su soledad y de su sensación de
estar aprisionada haciendo de otro individuo una parte de sí misma. Se siente
acrecentada y realzada incorporando a otra persona, que la adora.
La persona sádica es tan dependiente de la
sumisa como ésta de aquélla; ninguna de las dos puede vivir sin la otra. La
diferencia sólo radica en que la persona sádica domina, explota, lastima y
humilla, y la masoquista es dominada, explotada, lastimada y humillada. En un
sentido realista, la diferencia es considerable; en un sentido emocional
profundo, la diferencia no es mayor que lo que ambas tienen en común: la fusión
sin integridad. Desde ese punto de vista, tampoco es sorprendente encontrar
que, por lo general, una persona reacciona tanto en forma sádica como
masoquista, habitualmente con respecto a objetos diferentes. Hitler reaccionaba
sádicamente frente al pueblo, pero con una actitud masoquista hacia el destino,
la historia, el "poder superior" de la naturaleza. Su fin -el
suicidio en medio de la destrucción general- es tan característico como lo
fueron sus sueños de éxito -el dominio total-.
En contraste con la unión simbiótica, el
amor maduro significa unión a condición de preservar la propia integridad, la
propia individualidad. El amor es un poder activo en el hombre; un poder que
atraviesa las barreras que separan al hombre de sus semejantes y lo une a los demás;
el amor lo capacita para superar su sentimiento de aislamiento y separatividad,
y no obstante le permite ser él mismo, mantener su integridad. En el amor se da
la paradoja de dos seres que se convierten en uno y, no obstante, siguen siendo
dos.
Si decimos que el amor es una actividad,
nos vemos frente a una dificultad que reside en el significado ambiguo de la
palabra "actividad". En el sentido moderno del término,
"actividad" denota una acción que, mediante un gasto de energía,
produce un cambio en la situación existente. Así, un hombre es activo si
atiende su negocio, estudia medicina, trabaja en una cadena sinfín, construye
una mesa, o se dedica a los deportes. Todas esas actividades tienen en común el
estar dirigidas hacia una meta exterior. Lo que no se tiene en cuenta es la
motivación de la actividad. Consideremos, por ejemplo, el caso del hombre al
que una profunda sensación de inseguridad y soledad impulsa a trabajar
incesantemente; o del otro movido por la ambición, o el ansia de riqueza. En todos
esos casos, la persona es esclava de una pasión, y, en realidad, su actividad
es una "pasividad", puesto que está impulsado; es el que sufre la
acción, no el que la realiza. Por otra parte, se considera "pasivo" a
un hombre que está sentado, inmóvil y contemplativo, sin otra finalidad o
propósito que experimentarse a sí mismo y su unicidad con el mundo, porque no
"hace" nada. En realidad, esa actitud de concentrada meditación es la
actividad más elevada, una actividad del alma, y sólo es posible bajo la
condición de libertad e independencia interiores. ( Se encontrará un estudio
más detallado del sadismo y del masoquismo en E. Fromm, El miedo a la libertad,
Ediciones Paidós, 1958.)Uno de los conceptos de actividad, el moderno, se
refiere al uso de energía para el logro de fines exteriores; el otro, al uso de
los poderes inherentes del hombre, se produzcan o no cambios externos. Spinoza
formuló con suma claridad el segundo concepto de actividad, distinguiendo entre
afectos activos y pasivos, entre "acciones" y "pasiones".
En el ejercicio de un afecto activo, el hombre es libre, es el amo de su
afecto; en el afecto pasivo, el hombre se ve impulsado, es objeto de
motivaciones de las que no se percata. Spinoza llega de tal modo a afirmar que la
virtud y el poder son una y la misma cosa ( Spinoza, Etica IV, Def. 8.). La
envidia, los celos, la ambición, todo tipo de avidez, son pasiones; el amor es
una acción, la práctica de un poder humano, que sólo puede realizarse en la
libertad y jamás como resultado de una compulsión.
El amor es una actividad, no un afecto
pasivo; es un "estar continuado", no un "súbito arranque".
En el sentido más general, puede describirse el carácter activo del amor
afirmando que amar es fundamentalmente dar, no recibir.
¿Qué es dar? Por simple que parezca la
respuesta, está en realidad plena de ambigüedades y complejidades. El
malentendido más común consiste en suponer que dar significa
"renunciar" a algo, privarse de algo, sacrificarse. La persona cuyo
carácter no se ha desarrollado más allá de la etapa correspondiente a la
orientación receptiva, experimenta de esa manera el acto de dar. El carácter
mercantil está dispuesto a dar, pero sólo a cambio de recibir; para él, dar sin
recibir significa una estafa (Un examen detallado de esas orientaciones
caracterológicas se encontrará en E. Fromm, Ética y Psicoanálisis, México,
Fondo de Cultura Económica, 1957, Cap. 3, págs. 70 y sig.). La gente cuya
orientación fundamental no es productiva, vive el dar como un empobrecimiento,
por lo que se niega generalmente a hacerlo. Algunos hacen del dar una virtud,
en el sentido de un sacrificio. Sienten que, puesto que es doloroso, se debe
dar, y creen que la virtud de dar está en el acto mismo de aceptación del
sacrificio. Para ellos, la norma de que es mejor dar que recibir significa que
es mejor sufrir una privación que experimentar alegría.
Para el carácter productivo, dar posee un
significado totalmente distinto: constituye la más alta expresión de potencia.
En el acto mismo de dar, experimento mi fuerza, mi riqueza, mi poder. Tal
experiencia de vitalidad y potencia exaltadas me llena de dicha. Me experimento
a mí mismo como desbordante, pródigo, vivo, y, por tanto, dichoso (Compárese
con la definición de la dicha formulada por Spinoza.) Dar produce más felicidad
que recibir, no porque sea una privación, sino porque en el acto de dar está la
expresión de mi vitalidad.
Si aplicamos ese principio a diversos
fenómenos específicos, advertiremos fácilmente su validez.
Encontramos el ejemplo más elemental en la
esfera del sexo. La culminación de la función sexual masculina radica en el
acto de dar; el hombre se da a sí mismo, da su órgano sexual, a la mujer. En el
momento del orgasmo, le da su semen. No puede dejar de darlo si es potente. Si
no puede dar, es impotente. El proceso no es diferente en la mujer, si bien
algo más complejo. También ella se da; permite el acceso al núcleo de su
feminidad; en el acto de recibir, ella da. Si es incapaz de ese dar, si sólo
puede recibir, es frígida. En su caso, el acto de dar vuelve a producirse, no
en su función de amante, sino como madre. Ella se da al niño que crece en su
interior, le da su leche cuando nace, le da el calor de su cuerpo. No dar le
resultaría doloroso.
En la esfera de las cosas materiales, dar
significa ser rico. No es rico el que tiene mucho, sino el que da mucho. El
avaro que se preocupa angustiosamente por la posible pérdida de algo es, desde
el punto de vista psicológico, un hombre indigente, empobrecido, por mucho que
posea. Quien es capaz de dar de sí es rico. Siéntese a sí mismo como alguien
que puede entregar a los demás algo de sí. Sólo un individuo privado de todo lo
que está más allá de las necesidades elementales para la subsistencia seria
incapaz de gozar con el acto de dar cosas materiales. La experiencia diaria
demuestra, empero, que lo que cada persona considera necesidades mínimas
depende tanto de su carácter como de sus posesiones reales. Es bien sabido que
los pobres están más inclinados a dar que los ricos. No obstante, la pobreza
que sobrepasa un cierto límite puede impedir dar, y es, en consecuencia,
degradante, no sólo a causa del sufrimiento directo que ocasiona, sino porque
priva a los pobres de la alegría de dar.
Sin embargo, la esfera más importante del
dar no es la de las cosas materiales, sino el dominio de lo específicamente
humano. ¿Qué le da una persona a otra? Da de sí misma, de lo más precioso que
tiene, de su propia vida. Ello no significa necesariamente que sacrifica su
vida por la otra, sino que da lo que está vivo en él -da de su alegría, de su
interés, de su comprensión, de su conocimiento, de su humor, de su tristeza-,
de todas las expresiones y manifestaciones de lo que está vivo en él. Al dar
así de su vida, enriquece a la otra persona, realza el sentimiento de vida de
la otra al exaltar el suyo propio. No da con el fin de recibir; dar es de por
sí una dicha exquisita. Pero, al dar, no puede dejar de llevar a la vida algo
en la otra persona, y eso que nace a la vida se refleja a su vez sobre ella;
cuando da verdaderamente, no puede dejar de recibir lo que se le da en cambio.
Dar implica hacer de la otra persona un dador, y ambas comparten la alegría de
lo que han creado. Algo nace en el acto de dar, y las dos personas involucradas
se sienten agradecidas a la vida que nace para ambas. En lo que toca
específicamente al amor, eso significa: el amor es un poder que produce amor;
la impotencia es la incapacidad de producir amor. Marx ha expresado bellamente
este pensamiento: "Supongamos -dice-, al hombre como hombre, y su relación
con el mundo en su aspecto humano, y podremos intercambiar amor sólo por amor,
confianza por confianza, etc. Si se quiere disfrutar del arte, se debe poseer
una formación artística; si se desea tener influencia sobre otra gente, se debe
ser capaz de ejercer una influencia estimulante y alentadora sobre la gente.
Cada una de nuestras relaciones con el hombre y con la naturaleza debe ser una
expresión definida de nuestra vida real, individual, correspondiente al objeto
de nuestra voluntad. Si amamos sin producir amor, es decir, si nuestro amor
como tal no produce amor, si por medio de una expresión de vida como personas
que amamos, no nos convertimos en personas amadas, entonces nuestro amor es
impotente, es una desgracia" ("Nationalókonomie und
Philosophie", 1844, publicada en Karl Marx. Die Frühschrifien, Stuttgart.
Alfred Króner Verlag, 1953, págs. 300. 301). Pero no sólo en lo que atañe al
amor dar significa recibir. El maestro aprende de sus alumnos, el auditorio
estimula al actor, el paciente cura a su psicoanalista -siempre y cuando no se
traten como objetos, sino que estén relacionados entre sí en forma genuina y
productiva.
Apenas si es necesario destacar el hecho de
que la capacidad de amar como acto de dar depende del desarrollo caracterológico
de la persona. Presupone el logro de una orientación predominantemente
productiva, en la que la persona ha superado la dependencia, la omnipotencia
narcisista, el deseo de explotar a los demás, o de acumular, y ha adquirido fe
en sus propios poderes humanos y coraje para confiar en su capacidad para
alcanzar el logro de sus fines. En la misma medida en que carece de tales
cualidades, tiene miedo de darse, y, por tanto, de amar.
Además del elemento de dar, el carácter
activo del amor se vuelve evidente en el hecho de que implica ciertos elementos
básicos, comunes a todas las formas del amor. Esos elementos son: cuidado,
responsabilidad, respeto y conocimiento.
Que el amor implica cuidado es
especialmente evidente en el amor de una madre por su hijo. Ninguna declaración
de amor por su parte nos parecería sincera si viéramos que descuida al niño, si
deja de alimentarlo, de bañarlo, de proporcionarle bienestar físico; y creemos
en su amor si vemos que cuida al niño. Lo mismo ocurre incluso con el amor a
los animales y las flores. Si una mujer nos dijera que ama las flores, y
viéramos que se olvida de regarlas, no creeríamos en su "amor" ú las
flores. El amor es la preocupación activa por la vida y el crecimiento de lo
que amamos. Cuando falta tal preocupación activa, no hay amor. En el libro de
Jonás se describe en forma sumamente bella este elemento del amor. Dios le ha
dicho a Jonás que vaya a Nínive para advertir a sus habitantes que serán
castigados si no abandonan sus prácticas perversas. Jonás huye de su misión
porque teme que la gente de Nínive se arrepienta y que Dios los perdone. Es un
hombre con un poderoso sentido del orden y de la ley, pero sin amor. Sin
embargo, al tratar de escapar, se encuentra en el vientre de una ballena, que
simboliza el estado de aislamiento y reclusión que ha provocado en el su falta
de amor y de solidaridad. Dios lo salva, y Jonás va a Nínive. Predica ante los
habitantes tal como Dios se lo ha mandado, y ocurre aquello que él tanto temía.
Los hombres de Nínive se arrepienten de sus pecados, abandonan sus malos
hábitos, y Dios los perdona y decide no destruir la ciudad. Jonás se siente
hondamente enojado y apesadumbrado; él quería "justicia", no
misericordia. Por fin encuentra cierto consuelo en la sombra de un árbol que
Dios ha hecho Crecer para protegerlo del sol. Pero cuando Dios hace que el
árbol se seque, Jonás se deprime y se queja airadamente a Dios. Dios responde:
"Tuviste tú lástima de la calabacera, en la cual no trabajaste, ni tú la
hiciste crecer; que en espacio de una noche nació y en espacio de una noche
pereció. Y no tendré yo piedad de Nínive, aquella gran ciudad, donde hay más de
ciento veinte mil personas que no conocen su mano derecha su mano izquierda, y
muchos animales?" La respuesta de Dios a Jonás debe entenderse
simbólicamente. Dios le explica a Jonás que la esencia del amor es
"trabajar" por algo y "hacer crecer", que e amor y el
trabajo son inseparables. Se ama aquello por lo que se trabaja, y se trabaja
por lo que se ama. El cuidado y la preocupación implican otro aspecto del amor:
el de la responsabilidad. Hoy en día suele usarse ese término para denotar un
deber, algo impuesto desde el exterior. Pero la responsabilidad, en su
verdadero sentido, es un acto enteramente voluntario, constituye mi respuesta a
las necesidades, expresadas o no, de otro ser humano. Ser
"responsable" significa estar listo y dispuesto a
"responder". Jonás no se sentía responsable ante los habitantes de
Nínive. El, como Caín, podía preguntar: "¿Soy yo el guardián de mi hermano?"
La persona que ama, responde. La vida de su hermano no es sólo asunto de su
hermano, sino. propio. Siéntese tan responsable por sus semejantes como por sí
mismo. Tal responsabilidad, en el caso de la madre y su hijo, atañe
principalmente al cuidado de las necesidades físicas. En el amor entre adultos,
a las necesidades psíquicas de la otra persona.
La responsabilidad podría degenerar
fácilmente en dominación y posesividad, si no fuera por un tercer componente
del amor, el respeto. Respeto no significa temor y sumisa reverencia; denota,
de acuerdo con la raíz de la palabra (respicere = mirar), la capacidad de ver a
una persona tal cual es, tener conciencia de su individualidad única. Respetar
significa preocuparse por que la otra persona crezca y se desarrolle tal como
es. De ese modo, el respeto implica la ausencia de explotación. Quiero que la
persona amada crezca y se desarrolle por sí misma, en la forma que les es
propia, y no para servirme. Si amo a la otra persona, me siento uno con ella,
pero con ella tal cual es, no como yo necesito que sea, como un objeto para mi
uso. Es obvio que el respeto sólo es posible si yo he alcanzado independencia;
si puedo caminar sin muletas, sin tener que dominar ni explotar a nadie. El
respeto sólo existe sobre la base de la libertad: " l'amour est l'enfant
de la liberté", dice una vieja canción francesa; el amor es hijo de la
libertad, nunca de la dominación.
Respetar a una persona sin conocerla, no es
posible; el cuidado y la responsabilidad serían ciegos si no los guiara el
conocimiento. El conocimiento sería vacío si no lo motivara la preocupación.
Hay muchos niveles de conocimiento; el que constituye un aspecto del amor no se
detiene en la periferia, sino que penetra hasta el meollo. Sólo es posible
cuando puedo trascender la preocupación por mí mismo y ver a la otra persona en
sus propios términos. Puedo saber, por ejemplo, que una persona está
encolerizada, aunque no lo demuestre abiertamente; pero puedo llegar a
conocerla más profundamente aún; sé entonces que está angustiada, e inquieta;
que se siente sola, que se siente culpable. Sé entonces que su cólera no es más
que la manifestación de algo más profundo, y la veo angustiada e inquieta, es
decir, como una persona que sufre y no como una persona enojada.
Pero el conocimiento tiene otra relación,
más fundamental, con el problema del amor. La necesidad básica de fundirse con
otra persona para trascender de ese modo la prisión de la propia separatividad
se vincula, de modo íntimo, con otro deseo específicamente humano, el de
conocer el "secreto del hombre". Si bien la vida en sus aspectos
meramente biológicos es un milagro y un secreto, el hombre, en sus aspectos
humanos, es un impenetrable secreto para sí mismo -y para sus semejantes-. Nos
conocemos y, a pesar de todos los esfuerzos que podamos realizar, no nos
conocemos. Conocemos a nuestros semejantes y, sin embargo, no los conocemos,
porque no somos una cosa, y tampoco lo son nuestros semejantes. Cuanto más
avanzamos hacia las profundidades de nuestro ser, o el ser de los otros, más
nos elude la meta del conocimiento. Sin embargo, no podemos dejar de sentir el
deseo de penetrar en el secreto del alma humana, en el núcleo más profundo que
es "él".
Hay una manera, una manera desesperada, de
conocer el secreto: es el poder absoluto sobre otra persona; el poder que le
hace hacer lo que queremos, sentir lo que queremos, pensar lo que queremos; que
la transforma en una cosa, nuestra cosa, nuestra posesión. El grado más intenso
de ese intento de conocer consiste en los extremos del sadismo, el deseo y la
habilidad de hacer sufrir a un ser humano, de torturarlo, de obligarlo a
traicionar su secreto en su sufrimiento. En ese anhelo de penetrar en el
secreto del hombre, y por lo tanto, en el nuestro, reside una motivación esencial
de la profundidad y la intensidad de la crueldad y la destructividad. Isaac
Babel ha expresado tal idea en una forma muy sucinta. Recuerda a un oficial
compañero suyo en la guerra civil rusa, quien acababa de matar a puntapiés a su
ex amo: "Con un disparo -digamos así-, con un disparo, uno sólo, se libra
uno de un tipo... Con un disparo nunca se llega al alma, a dónde está en el
tipo y cómo se presenta. Pero yo no ahorro fuerzas, y más de una vez he
pisoteado a un tipo durante más de una hora. Sabes, quiero llegar a saber qué
es realmente la vida, cómo es la vida" (I. Babel, The Collected Stories,
Nueva York, Criterion Book, 1955)
Es frecuente que los niños tomen
abiertamente ese camino hacia el conocimiento. El niño desarma algo, lo deshace
para conocerlo; o destroza un animal; cruelmente arranca las alas de una
mariposa para conocerla, para obligarla a revelar su secreto. La crueldad misma
está motivada por algo más profundo: el deseo de conocer el secreto de las
cosas y de la vida.
Otro camino para conocer "el
secreto" es el amor. El amor es la penetración activa en la otra persona,
en la que la unión satisface mi deseo de conocer. En el acto de fusión, te
conozco, me conozco a mí mismo, conozco a todos -y no "conozco"
nada-. Conozco de la única manera en que el conocimiento de lo que está vivo le
es posible al hombre -por la experiencia de la unión- no mediante algún
conocimiento proporcionado por nuestro pensamiento. El sadismo está motivado
por el deseo de conocer el secreto, y, sin embargo, permanezco tan ignorante
como antes. He destrozado completamente al otro ser, y, sin embargo, no he
hecho más que separarlo en pedazos. El amor es la única forma de conocimiento,
que, en el acto de unión, satisface mi búsqueda. En el acto de amar, de
entregarse, en el acto de penetrar en la otra persona, me encuentro a mí mismo,
me descubro, nos descubro a ambos, descubro al hombre. El anhelo de conocernos
a nosotros mismos y de conocer a nuestros semejantes fue expresado en el lema
délfico: "Conócete a ti mismo." Tal es la fuente primordial de toda
psicología. Pero puesto que deseamos conocer todo el hombre, su más profundo
secreto, el conocimiento corriente, el que procede sólo del pensamiento, nunca
puede satisfacer dicho deseo. Aunque llegáramos a conocernos muchísimo más,
nunca alcanzaríamos el fondo. Seguiríamos siendo un enigma para nosotros
mismos, y nuestros semejantes seguirían siéndolo para nosotros. La única forma
de alcanzar el conocimiento total consiste en el acto de amar: ese acto
trasciende el pensamiento, trasciende las palabras. Es una zambullida temeraria
en la experiencia de la unión. Sin embargo, el conocimiento del pensamiento, es
decir, el conocimiento psicológico, es una condición necesaria para el pleno
conocimiento en el acto de amar Tengo que conocer a la otra persona y a mí
mismo objetiva mente, para poder ver su realidad, o, más bien, para dejar de
lado las ilusiones, mi imagen irracionalmente deformada de ella. Sólo
conociendo objetivamente a un ser humano, puedo conocerlo en su esencia última,
en el acto de amar (Esa afirmación tiene una consecuencia importante para el
papel de la psicología en la cultura occidental contemporánea. Si bien la gran
popularidad de la psicología indica ciertamente interés en el conocimiento del
hombre, también descubre la fundamental falta de amor en las relaciones humanas
actuales. El conocimiento psicológico conviértese así en un sustituto del
conocimiento pleno del acto de amar, en lugar de ser un paso hacia él).
El problema de conocer al hombre es paralelo
al problema religioso de conocer a Dios. En la teología occidental convencional
se intenta conocer a Dios por medio del pensamiento, de afirmaciones acerca de
Dios. Se supone que puedo conocer a Dios en mi pensamiento. En el misticismo,
que es el resultado del monoteísmo (como trataré de demostrar más adelante), se
renuncia al intento de conocer a Dios por medio del pensamiento, y se lo
reemplaza por la experiencia de la unión con Dios, en la que ya no hay lugar
para el conocimiento acerca de Dios, ni tal conocimiento es necesario.
La experiencia de la unión, con el hombre,
o, desde un punto de vista religioso, con Dios, no es en modo alguno
irracional. Por el contrario, y como lo señaló Albert Schweitzer, es la
consecuencia del racionalismo, su consecuencia más audaz y radical. Se basa en
nuestro conocimiento de las limitaciones fundamentales, y no accidentales, de
nuestro conocimiento. Es el conocimiento de que nunca "captaremos" el
secreto del hombre y del universo, pero que podemos conocerlos, sin embargo, en
el acto de amar. La psicología como ciencia tiene limitaciones, y así como la
consecuencia lógica de la teología es el misticismo, así la consecuencia última
de la psicología es el amor.
Cuidado, responsabilidad, respeto y
conocimiento son mutuamente interdependientes. Constituyen un síndrome de
actitudes que se encuentran en la persona madura; esto es, en la persona que
desarrolla productivamente sus propios poderes, que sólo desea poseer los que
ha ganado con su trabajo, que ha renunciado a los sueños narcisistas de
omnisciencia y omnipotencia, que ha adquirido humildad basada en esa fuerza
interior que sólo la genuina actividad productiva puede proporcionar.
Hasta ahora he hablado sobre el amor como
forma de superar la separatividad humana, como la realización del anhelo de
unión. Pero por encima de la necesidad universal, existencial, de unión, surge
otra más específica y de orden biológico: el deseo de unión entre los polos
masculino y femenino. La idea de tal polarización está notablemente expresada
en el mito de que, originariamente, el hombre y la mujer fueron uno, que los
dividieron por la mitad y que, desde entonces, cada hombre busca la parte
femenina de sí mismo que ha perdido, para unirse nuevamente con ella. (La misma
idea de la unidad original de los sexos aparece también en la Biblia, donde Eva
es hecha de una costilla de Adán, si bien en ese relato, concebido en el
espíritu del patriarcalismo, la mujer se considera secundaria al hombre.) El
significado del mito es bastante claro. La polarización sexual lleva al hombre
a buscar la unión con el otro sexo. La polaridad entre los principios masculino
y femenino existe también dentro de cada hombre y cada mujer. Así como
fisiológicamente tanto el hombre como la mujer poseen hormonas del sexo
opuesto, así también en el sentido psicológico son bisexuales. Llevan en si
mismos el principio de recibir y de penetrar, de la materia y del espíritu. El
hombre -y la mujer- sólo logra la unión interior en la unión con su polaridad
femenina o masculina. Esa polaridad es la base de toda creatividad.
La polaridad masculino-femenina es también
la base de la creatividad interpersonal. Ello se evidencia biológicamente en el
hecho de que la unión del esperma y el óvulo constituyen la base para el
nacimiento de un niño. Y la situación es la misma en el dominio puramente
psíquico; en el amor entre hombre y mujer, cada uno vuelve a nacer. (La
desviación homosexual es un fracaso en el logro de esa unión polarizada, y por
eso el homosexual sufre el dolor de la separatividad nunca resuelta, fracaso
que comparte, sin embargo, con el heterosexual corriente que no puede amar.)
Idéntica polaridad entre el principio
masculino y el femenino existe en la naturaleza; no sólo, como es notorio, en
los animales y las plantas, sino en la polaridad de dos funciones
fundamentales, la de recibir y la de penetrar. Es la polaridad de la tierra y
la lluvia, del río y el océano, de la noche y el día, de la oscuridad y la luz,
de la materia y el espíritu. El gran poeta y místico musulmán, Rumi, expresó
esta idea con hermosas frases:
Nunca el amante busca sin ser buscado por
su amada.
Si la luz del amor ha penetrado en este
corazón, sabe que también hay amor en aquel corazón.
Cuando el amor a Dios agita tu corazón,
también Dios tiene amor para ti.
Sin la otra mano, ningún ruido de palmoteo
sale de una mano.
La sabiduría Divina es destino y su decreto
nos hace amarnos el uno al otro.
Por eso está ordenado que cada parte del
mundo se una con su consorte.
El sabio dice: Cielo es hombre, y Tierra,
mujer. Cuando la Tierra no tiene calor, el Cielo se lo manda; cuando pierde su
frescor y su rocío, el Cielo se lo devuelve. El Cielo hace su ronda, como un
marido que trabaja por su mujer.
Y la Tierra se ocupa del gobierno de su
casa: cuida de los nacimientos y amamanta lo que pare.
Mira a la Tierra y al Cielo, tienen
inteligencia, pues hacen el trabajo de seres inteligentes.
Si esos dos no gustaran placer el uno del
otro, ¿por qué habrían de andar juntos como novios?
Sin la Tierra, ¿despuntarían las flores,
echarían flores los árboles? ¿Qué, entonces, producirían el calor y el agua del
Cielo?
Así como Dios puso el deseo en el hombre y
en la mujer para que el mundo fuera preservado por su unión.
Así en cada parte de la existencia planteó
el deseo de la otra parte.
Día y noche son enemigos afuera; pero
sirven ambos un único fin.
Cada uno ama al otro en aras de la
perfección de su mutuo trabajo.
Sin la noche, la naturaleza del. Hombre no
recibiría ganancia alguna, y nada tendría entonces el día para gastar.
(R. A. Nicholson, Rumi, Londres, George
Allen and Unwin, Lid., 1950, págs. 122-3.)
El problema de la polaridad hombre-mujer
lleva a ciertas consideraciones ulteriores sobre la cuestión del amor y el
sexo.
Hablé antes del error que cometió Freud al
ver en el amor exclusivamente la expresión -o una sublimación- del instinto
sexual, en lugar de reconocer que el deseo sexual es una manifestación de la
necesidad de amor y de unión. Pero el error de Freud es más hondo todavía. De
acuerdo con su materialismo fisiológico, ve en el instinto sexual el resultado
de una tensión químicamente producida en el cuerpo, que es dolorosa y busca
alivio. La finalidad del deseo sexual es la eliminación de esa tensión; la
satisfacción sexual consiste en tal eliminación. Este punto de vista es válido
en la medida en que el deseo sexual opera en la misma forma que el hambre o la
sed cuando el organismo se encuentra desnutrido. En tal sentido, el deseo
sexual es una comezón, y la satisfacción sexual, el alivio de esa comezón. En
realidad, en lo que al concepto de sexualidad se refiere, la masturbación sería
la satisfacción sexual ideal. Lo que Freud paradójicamente no tiene en cuenta
es el aspecto psicobiológico de la sexualidad, la polaridad masculino-femenina,
y el deseo de resolver la polaridad por medio de la unión. Ese curioso error
probablemente vióse facilitado por el extremo patriarcalismo de Freud, que lo
llevó a suponer que la sexualidad per se, es masculina, y le hizo ignorar la
sexualidad femenina específica. Expresó tal idea en Una teoría sexual, diciendo
que la libido posee regularmente "una naturaleza masculina", se trate
de la libido de un hombre o de una mujer. La misma idea se expresa, en una
forma racionalizada, en la teoría de que el niño experimenta a la mujer como un
hombre castrado, y de que ella misma busca diversas compensaciones a la pérdida
del genital masculino. Pero la mujer no es un hombre castrado, y su sexualidad
es específicamente femenina y no de "naturaleza masculina".
La necesidad de aliviar la tensión sólo
motiva parcialmente la atracción entre los sexos; la motivación fundamental es
la necesidad de unión con el otro polo sexual. De hecho, la atracción erótica
no se expresa únicamente en la atracción sexual. Hay masculinidad y feminidad
en el carácter tanto como en la función sexual. Puede definirse el carácter
masculino diciendo que posee las cualidades de penetración, conducción,
actividad, disciplina y aventura; el carácter femenino, las cualidades de
receptividad productiva, protección, realismo, resistencia, maternalidad.
(Siempre debe tenerse presente que en cada individuo se funden ambas
características, pero con predominio de las correspondientes a su sexo.) Si los
rasgos masculinos del carácter de un hombre están debilitados porque
emocionalmente sigue siendo una criatura, es muy frecuente que trate de
compensar esa falta acentuando exclusivamente su papel masculino en el sexo. El
resultado es el Don Juan, que necesita demostrar sus proezas masculinas en el terreno
sexual, porque está inseguro de su masculinidad en un sentido caracterológico.
Cuando la parálisis de la masculinidad es más intensa, el sadismo (el uso de la
fuerza) se convierte en el principal -y perverso- sustituto de la masculinidad.
Si la sexualidad femenina está debilitada o pervertida, se transforma en
masoquismo o posesividad.
Se ha criticado a Freud por su
sobrevaloración de lo sexual. Tales críticas estuvieron frecuentemente
motivadas por el deseo de eliminar del sistema freudiano un elemento que
despertó la hostilidad y la crítica de la gente de mentalidad convencional.
Freud percibió agudamente esa motivación y, por eso mismo, luchó contra todo
intento de modificar su teoría sexual. Es indudable que en su época la teoría
freudiana tenía un carácter desafiante y revolucionario. Pero lo que era cierto
alrededor de 1900 ya no lo es cincuenta años más tarde. Las costumbres sexuales
han cambiado tanto que las teorías de Freud ya no le resultan escandalosas a la
clase media occidental, y los analistas ortodoxos actuales practican una forma
quijotesca de radicalismo cuando creen que son los valerosos y extremistas
defensores de la teoría sexual de Freud. En realidad, su tipo de psicoanálisis
es conformista, y no trata de plantear problemas psicológicos que lleven a una
crítica de la sociedad contemporánea.
No critico la teoría freudiana por acentuar
excesivamente la sexualidad, sino por su fracaso en comprenderla con
profundidad. Freud dio el primer paso hacia el descubrimiento de la
significación de las pasiones interpersonales; de acuerdo con sus premisas
filosóficas, las explicó fisiológicamente. En el desarrollo ulterior del
psicoanálisis, es necesario corregir y profundizar el concepto freudiano,
trasladando las concepciones de Freud de la dimensión fisiológica a la
biológica y existencial. (El mismo Freud dio un primer paso en esa dirección en
su posterior concepto de los instintos de vida y de muerte. Su concepto del
instinto de vida (eros) como principio de síntesis y de unificación, se encuentra
en un plano enteramente distinto al de su concepto de la libido. Pero a pesar
de que la teoría de los instintos de vida y de muerte fue aceptada por los
analistas ortodoxos, ello no llevó a una revisión fundamental del concepto de
libido, especialmente en lo que toca a la labor clínica.)
miércoles, 26 de septiembre de 2012
EL ARTE DE AMAR. Erick Fromm.
Hace muchos años,
después de leer este gran libro supe con certeza que amar era un arte, a veces
lo olvido, por ello os ofrezco un resumen del primer capítulo, para de esta
forma, poder refrescarnos la memoria.
RESUMEN
Capitulo I.- ¿ES
EL AMOR UN ARTE?
No se trata de
que piense que el amor carece de importancia. En realidad, todos están
sedientos de amor; para la mayoría de la gente, el problema del amor consiste
fundamentalmente en ser amado, y no en amar, para alcanzar ese objetivo, siguen
varios caminos, para los hombres es tener éxito, ser poderoso y tener buena
posición social, por las mujeres consiste en ser atractivas, por medio del
cuidado de cuerpo, la ropa, etc.; lo que para la mayoría de la gente de nuestra
cultura equivale a digno de ser amado es, en esencia, una mezcla de popularidad
y sex-appeal, es la suposición de que el problema del amor es el de un objeto y
no de una facultad.
En la era
victoriana, el matrimonio se efectuaba por un convenio, ese nuevo concepto de
la libertad en el amor debe haber acrecentado enormemente la importancia del
“objeto” frente de la función. La felicidad del hombre moderno consiste en la
excitación de contemplar las vidrieras de los negocios, y en comprar todo lo
que pueda, ya sea al contado o a plazos. Una mujer o un hombre atractivo son
los premios que se quiere conseguir, de ese modo, dos personas se enamoran
cuando sienten que han encontrado el mejor “objeto” disponible en el mercado,
dentro de los límites impuestos por sus propios valores de intercambio, un
error que lleva a suponer que no hay nada que aprender sobre el amor, radica en
la confusión entre la experiencia inicial del “enamorarse” y de “permanecer”
enamorado.
Si dos personas
que son desconocidas dejan caer de pronto la barrera que las separa, ese
momento de unidad constituye uno de los más estimulante y excitantes de la
vida, más personas que han vivido encerradas, suele verlo facilitado si se
combina o inicia con la atracción sexual y su consumación. Tal tipo de amor es,
poco duradero, cuando llegan a conocerse bien, su intimidad pierde su carácter
milagroso mata lo que queda de esa excitación inicial, al comienzo no saben
todo esto: Consideran estar locos el uno por el otro, esto solo muestra el
grado de soledad interior.
No existe ninguna
actividad que se inicie con tantas esperanzas y expectaciones no obstante
fracase tan a menudo como el amor. Si ello ocurriera con cualquier otra
actividad que se inicie la gente estaría ansiosa por corregir sus errores o
renunciaría a la actividad adecuada de superar el fracaso del amor, examinar
las causas de tal fracaso y estudiar el significado del amor. El primer paso a
dar es tomar conciencia de que el amor es un arte, debemos proceder en la misma
forma en que lo haríamos si quisiéramos aprender cualquier otro arte. El
proceso de aprender un arte puede dividirse convenientemente en dos partes:
una, el dominio de la teoría; la otra, dominio de la práctica, un factor
necesario para llegar a dominar cualquier arte; es que nada en el mundo debe
ser más importante que el arte, no obstante el profundo anhelo del amor, casi
todo lo demás tiene más importancia que el amor: éxito, prestigio, dinero,
poder.
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