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jueves, 23 de febrero de 2012

DE REGRESO A CASA. Un reencuentro con las Fuentes naturales Del bienestar Y la salud emocional (III)

PARTE 2 EL ARTE DE AQUIETAR LA MENTE De cómo vivir sin la carga del
Pasado y la amenaza del futuro “La mente es un mono inquieto, saltando de rama en rama en busca de frutos por toda una selva interminable de sucesos condicionados” BUDA
¿Quién no ha deseado alguna vez desconectarse de la realidad y que lo internen en una de esas clínicas campestres con todo incluido? “Desenchufarse” y caer promiscuamente en los brazos de Morfeo buscando el sueño reparador, es una necesidad sentida por la mayoría de las personas que deben trabajar para sobrevivir. Uno de mis pacientes, cansado y agotado de no tener vacaciones hacía años, me relataba así su muy sentida fantasía: "Me gustaría conseguirme una mujer de unos quince metros de alto, meterme en su vientre, adoptar una posición fetal, colocar el pulgar en mi boca, colgarme del cordón umbilical y flotar, simplemente flotar en el líquido amniótico...” Cuando volvió a la realidad, me preguntó qué opinaba al respecto. Luego de dudar un instante, decidí ser sincero: "En principio no veo nada de anormal en su fantasía, y espero que así sea, porque yo también la he tenido". Esa sesión fue gratis.
Creo que todos, en situaciones de estrés agudo, consciente o inconscientemente, hemos añorado escondernos en aquel lugar seguro donde nada ocurría y todo estaba bajo el control de mamá. El síndrome del regreso al vientre materno se da sin distinción de sexo, edad o nivel cultural, basta sobrecargar el sistema para que la ilusión siga su curso. Alguien que nos cobije y murmure dulcemente al oído: "Tranquilo... Descansa... Yo me hago cargo de todo". ¡Qué alivio! Desgraciadamente no es tan fácil. Incluso cuando dormimos, sigue existiendo un parloteo encubierto incesante y el ruido de miles de pensamientos saltando de una idea a otra.
En realidad toda la moderna civilización industrializada está construida sobre la base del tiempo. La estructura psicológica humana vive en función de una supuesta "planeación estratégica" que no ha podido mostrar todavía balances psicológicos positivos. Nos mantenemos yendo y viendo, pronosticando y revisando, corriendo detrás y en pos de lo que podría ser y lo que podría haber sido y no fue. Nos

mata la ansiedad y nos carcome el resentimiento. No sabemos vivir sin la angustia inclemente de relojes y espejos: uno acosa, el otro envejece.
Contrariamente a lo que suele pensarse, aquietar la mente es mucho más que meditar. El sosiego de la actividad mental requiere de un cambio más profundo y global que interrumpir de vez en cuando el pensamiento. El verdadero revolcón está en producir una calidad de mente que no solamente se libere a ratos, sino que adquiera un estilo permanente, una manera de ser que le permita andar más despacio, recordar información relevante y anticipar lo indispensable, pero nada más. ¿De qué sirve sentarse juiciosamente a meditar dos veces al día, meterse a la llamada brecha cuántica y sentir la unión cósmica, si después volvemos a navegar otra vez en el flujo de un devenir plagado de exigencias futuras ("querer ser más") y viejos arrepentimientos ("no haberlo hecho mejor”)? Es posible que con la meditación el mono se siente, así sea por una fracción de segundo (lo cual ya es mucho), a descansar en una rama. Pero insisto, el ejercicio es totalmente insuficiente si nuestro quehacer cotidiano sigue inmerso en la marea de los ires y venires. Una mente serena es capaz de reconocer cuándo el pasado y el futuro están haciendo daño, para ajustar el cronómetro mental a lo que realmente sea útil y adaptativo.
Los estilos personales que impiden aquietar la mente
La civilización moderna ha creado dos formas inadecuadas, distintas pero no excluyentes para no estar en el presente. La mayoría de nosotros mostramos, explicita o implícitamente, la tendencia a aproximarnos más a un extremo que al otro, dependiendo de los valores que hayamos introyectado en la primera infancia: (a) la personalidad Tipo A, adicta al futuro, incapaz de liberarse del poder y la ambición, y (b) la personalidad Tipo C, atada al pasado, incapaz de liberarse de la necesidad de aprobación y al mal hábito de postergar. Cada una de ellas representa un modo complejo de pensar, sentir y actuar, altamente valorados e incomprensiblemente difundidos por la educación tradicional como modelos que hay que seguir. Gran parte de nuestros jóvenes son víctimas de una pedagogía claramente orientada a difundir y exaltar estos patrones de comportamiento insanos. La invitación a participar en este proyecto de socialización parte de dos promesas: si eres Tipo A, tienes el éxito económico y profesional asegurado y si eres Tipo C, la gente te querrá más y vivirás más tranquilo. Estas dos aseveraciones son, además de incompletas, supremamente peligrosas, ya que no se alerta a la población sobre las consecuencias negativas que arrastra el uso de cada patrón.
El Tipo A es uno de los principales cómplices de las enfermedades cardio y cerebro vasculares, además de generar la máxima expresión de estrés y ansiedad conocida hasta la fecha. El Tipo C es un factor de predisposición para el cáncer, además de ser el receptáculo donde mejor germina la depresión. Mientras la codicia del Tipo A destruye a otros y se suicida en el intento, el Tipo C, lentamente, se va anulando como persona hasta desaparecer. El eslogan publicitario que vende esta idea de la felicidad artificial y contaminada, parece ser el mismo para ambos tipos: "Prestigio y aceptación, aunque mueras en el intento".
Toda la configuración psicológica de las personalidades Tipo A y Tipo C, ha sido moldeada por los condicionamientos y requerimientos de unasociedad que se aleja cada vez del aspecto humanista del hombre. El menú está a nuestra entera disposición: podemos elegir la enfermedad que genera la amenaza de un futuro incierto (estrés e infarto), el sobrepeso de un pasado intolerable (depresión y cáncer), o ambas. Veamos en detalle cada uno de estos estilos.

La personalidad tipo A y la necesidad de controlar el futuro
Al finalizar la década de los años cincuenta, un grupo de cardiólogos norteamericanos observaron que muchos de sus pacientes mostraban un conjunto de comportamientos comunes. Ellos consideraron que este patrón podría ser un factor de riesgo cardiovascular tan importante como el colesterol, el tabaquismo, el sedentarismo o el sobrepeso. Luego de muchas disputas, de pruebas a favor y en contra, se arribó a una conclusión bastante aceptada en la actualidad: La conducta Tipo A predice los estados iniciales de la angina de pecho y la enfermedad coronaria, además de afectar más indirectamente el sistema inmunológico.
La forma de comportarse de estas personas es definitivamente insalubre, no solamente porque responden demasiado intensa y persistentemente a las situaciones de estrés psico-social, sino porque ellos mismos crean a su alrededor un clima de alta tensión. Lo verdaderamente sorprendente se revela en recientes estadísticas, donde el patrón tipo A incrementó significativamente su nivel de incidencia, tanto en la población masculina y femenina (aunque es mayor en la masculina), como en grupos infantiles.
La sociedad adora a los Tipo A, les rinde pleitesía y homenajes de toda índole. Considerando el riesgo implícito que conlleva su uso, es sorprendente que sean merecedores de un culto a la personalidad tan marcado. Ellos representan la máxima aspiración de cualquier estudiante universitario inteligente y de cualquier suegra casamentera. Los valores de superación económica y adquisición de un mejor nivel social, han creado un absurdo de consecuencias alarmantes para la salud y el bienestar: una forma de suicidio aceptada y aplaudida.
La esencia de la personalidad Tipo A es un patrón de lucha incesante por alcanzar las metas y oportunidades de éxito (no exclusivamente económicas) en el menor tiempo posible y a costa de cualquier cosa. Un extraño cruce entre Maquiavelo y Superman. En este tipo de sujetos, el ego se alimenta de dos necesidades indispensables: control y poder absolutos.
Como la meta es inalcanzable, el organismo vive permanentemente en un estado de zozobra y activación, que el sujeto es incapaz de disminuir. Es decir, en un estado de estrés sostenido y crónico, lo que produce el incremento de ciertas sustancias nocivas para la actividad cardiovascular normal. Al mismo tiempo, la frustración de no poder alcanzar sus objetivos, incrementa notablemente en ellos la hostilidad y la agresión.
En general, el patrón Tipo A gira alrededor de cuatro premisas de dudosa recomendación para la salud física y mental: urgencia de tiempo, ilusión y necesidad de control, ambición desmedida e importancia excesiva por los resultados. Cada una de ellas empuja insistentemente el péndulo para que se mantenga en el futuro.
1. Urgencia de tiempo
Los sujetos Tipo A viven con los dos pies en el acelerador. Apresuran ejecuciones y fechas, y siempre están adelantados "por si acaso”. Comen rápido, corren en vez de caminar, son impetuosos en su hablar y hacen el amor a la carrera. Su vida es a doscientas mil revoluciones por minuto y por eso queman el motor con frecuencia. Se desplazan vertiginosamente por todas partes, levantando polvareda, generando estrés y malestar a su alrededor. La esposa de un paciente Tipo A me comentaba: “'Estoy agotada. Seguirle el ritmo es algo imposible. Ve televisión, escucha

radio, escribe en el computador, habla por teléfono y soluciona problemas de la oficina, ¡todo al mismo tiempo! No descansa nunca y pretende que yo sea igual. Deberían inventar una especie de congelador para maridos hiperactivos. Yo lo metería de vez en cuando... así sea para poder dormir tranquila un rato”.
Apaciguar su ritmo es tarea de titanes, incluso las drogas psiquiátricas y los procedimientos psicológicos tradicionales de relajación no parecen hacerles efecto. En cierta ocasión, me tocó compartir clases de Tai Chi Chuan con un alumno Tipo A, el cual había sido remitido por una psicóloga clínica para intentar disminuir su elevado nivel de estrés. Un sujeto Tipo A tratando de incorporar la filosofía de una de las meditaciones orientales más antiguas, era algo digno de observarse. En el Tai Chi el sujeto debe dejarse ir y soltarse para que el conjunto de movimientos sean un continuo fluido y libre de toda la influencia mental. Con el tiempo, el entrenamiento consistente desarrolla en el practicante una forma de meditación aguda y penetrante. El método representa para mí una de las formas más bellas y sencillas de acercarse a la naturaleza. Desgraciadamente, el experimento no funcionó. No solamente no se logró el cometido, sino que el nivel de estrés, incomprensiblemente, le subió tanto que no pudo volver a las sesiones. Cada ejercicio producía en él un sentido de impaciencia insoportable que se contagiaba a todos los integrantes del grupo. La suavidad y la "cámara lenta" de los movimientos lo exasperaban hasta el extremo de tener que interrumpirlos. Cuando el maestro le explicaba que el objetivo no era hacerlo bien o mal, que no había que ganarle a nadie sino jugar con el cuerpo, su desconcierto era evidente. Finalmente dejó de asistir y el grupo volvió a recuperar el clima de sosiego que lo había caracterizado. Al cabo de unos meses me lo encontré en la fila de un supermercado, me saludó muy amablemente, y me contó que se estaba sintiendo muy bien haciendo squash, raquetball y tenis, que ya había ganado dos trofeos y pensaba participar en un campeonato latinoamericano. El Tai Chi fomenta la paciencia y la mirada interior, dos aspectos aversivos para el Tipo A.
La paciencia es una de las habilidades más difíciles de lograr para cualquier persona, porque ella implica desprenderse de las expectativas y resignarse a que las cosas sigan su curso. Es decir, sentarse en la cresta de la ola, dejar que ella lo lleve y aceptar lo peor que pueda ocurrir. Más específicamente, si tienes una cita importante y de pronto te encuentras en la mitad de un trancón, puedes insultar al ministro del transporte, patear el carro, maldecir el día de tu nacimiento, pelear con una señora que mira absorta desde el carro vecino, pitar como un desaforado, o por el contrario, recostarte, colocar tu música favorita, sacar los pies por la ventanilla, y entregarte a los designios de Dios con beneficio de inventario. La primera estrategia segrega adrenalina y cortisona en cantidades industriales, además de hacerte ver como un idiota; la segunda te regala años de vida y, de paso, le agrega un toque de distinción a tu personalidad, que nunca sobra.
2. Ilusión y necesidad de control
Esta es quizás una de las creencias más absurdas y riesgosas de las que dispone nuestro banco de datos. Dicho muy escuetamente, la cuestión consiste en creer que uno posee la facultad de alterar las probabilidades a favor, si se lo propone. Por lo general, este esquema opera desde el inconsciente y de manera totalmente automática. Cuando uno menos lo piensa, la mente comienza a querer influir sobre los acontecimientos. Una cosa es confiar en la suerte y otra muy distinta el desgaste supersticioso del auto-convencimiento irracional. La aseveración de los optimistas fanáticos, "Tú todo lo puedes", merece ser reconsiderada. La vida nos comprueba a

diario que no es así, pero seguimos con el anhelo de lograr el fenómeno paranormal prometido. Gastamos una buena parte del tiempo haciendo fuerza para que no llueva, que el carro prenda, que el equipo favorito haga el gol, que salga el 17, que nuestro amor imposible se haga realidad, que los nuevos vecinos sean buena gente, y así. La ilusión de control es la voluntad llevada a su máxima expresión y una forma amañada de mermar la incertidumbre que surge de una realidad evidentemente probabilística.
La mayoría de los seres humanos, por no decir todos, no soportamos las situaciones de incertidumbre y ambigüedad informacional. La respuesta espontánea ante estos acontecimientos es afianzarnos en la certeza y quitarnos de encima la angustia de la duda. No importa qué tan horrible sea la consecuencia, pero es preferible una mala noticia al fenómeno de espera. Cuando era estudiante del último semestre de carrera, decidimos hacer un experimento sobre incertidumbre. A los sujetos se les colocaban cables en cada muñeca para hacerles creer que cuando se prendiera un bombillo frente a ellos, recibirían un choque eléctrico muy fuerte. Se los dejaba en una pieza aislada, mientras el experimentador hacía la pantomima de preparar en el cuarto contiguo los aparatos necesarios para aplicar la descarga. Lo interesante de la investigación era que nunca se les daba el choque: ¡el aversivo consistía en no prender nunca el bombillo! Tal como se había pronosticado, la mayoría de los participantes preferían acelerar la aplicación del supuesto choque eléctrico, a tener que esperar. Una estudiante de psicología, sujeto de experimentación, tierna, dulce y amable, al cabo de media hora perdió su compostura gritando a todo pulmón: "¿Todavía falta mucho? ¡Prenda el maldito bombillo de una vez, a ver si terminamos con esta tortura china!" Uno de los casos reales más dicientes que reafirma la intolerancia a la incertidumbre, quedó claramente documentado cuando las esposas de los desaparecidos de Vietnam preferían dar por muertos a sus maridos a seguir soportando la expectativa de un retorno incierto. Muchos de los que regresaron hallaron el puesto ocupado.
En los Tipo A, la ilusión de control degenera en necesidad de control, es decir, la exigencia que nada escape a la propia inspección. Como cualquier otro vicio, la obtención del control absoluto se convertirá en un apego difícil de eliminar. Cuando algún hecho escape a la fiscalización y predicción del sujeto, sobrevendrán el pánico y los intentos inmediatos de recuperar la sensación de control, generalmente través de logros personales. La pérdida del control será percibida como una amenaza y el sistema activará todos los recursos necesarios para defenderse como si se tratara de un peligro real. De esta manera, el sistema fisiológico estará siempre listo para la lucha. Bajo esta presión no hay cuerpo que aguante.
3. Ambición desmedida
La motivación exagerada de triunfo hace que el Tipo A perciba el entorno como enfrentado a sus objetivos y con un nivel de reto elevado. Su atención está dirigida a detectar potenciales enemigos y competidores, a los cuales debe derrotar si éstos atraviesan el límite de sus dominios psicológicos. El Tipo A, si no gana, empata. Vive a la ofensiva y muere a la defensiva. Su deseo por el poder es tal, que no escatima recursos para alcanzar la cúspide de sus inalcanzables metas. Ésta es una de las razones por las cuales indefectiblemente cae en una sobrecarga laboral. Los tristemente célebres “Adict Work” son personalidades Tipo A en estado de descomposición avanzado. Todos los recursos adaptativos se desperdician en lograr el yo ideal (lo que les gustaría ser), a expensas del yo real (lo que realmente son). La necesidad imperiosa de querer cada día más y más, producto de una comparación constante con los de arriba, les aleja del aquí y el ahora, y los coloca fuera de la realidad, en el extremo ulterior del péndulo.

El Tipo A carece de auto-conocimiento y auto-observación, ya que sus intereses siempre están por fuera. Nunca sabe lo que está sintiendo y pensando, porque no vive en el presente. Cuando debido a alguna circunstancia fortuita se ve en la obligación de permanecer en el momento actual, no sabe qué hacer, se aburre y enseguida comienza a hacer planes para cuando termine el “descanso”.
Hace poco traté ingenuamente de pasear con un amigo triple A. Pese a sus buenas intenciones, no fue capaz de entregarse ni por un momento al ocio. A los pocos días, parecía un león enjaulado atrapado en el paisaje. A las cuatro de la mañana ya estaba de pie, listo para leer las noticias económicas que llegaban a las seis. No sabía qué hacer con su tiempo libre, porque nunca había dispuesto de él. Había vendido su vida al mejor postor y se sentía orgulloso de ello. El noventa por ciento de sus conversaciones estaban centralizadas alrededor del trabajo y en cómo obtener beneficios de alguna índole. Su existencia se había reducido a la mínima expresión. Ya no vivía, simplemente se desgastaba como una piedra. El último día del paseo lo llevé a caminar por un bosque, entre ardillas, ranas de colores y mariposas, hasta llegar a un acantilado donde podía divisarse un valle absolutamente espectacular. Luego de respirar profundo y limpiar mis pulmones, esperé su respuesta afirmativa: "¿Qué te parece?" El también respiró profundo, y mientras miraba hacia atrás, comentó: "¿Nunca pensaste en talar parte del bosque? El negocio del aserrío es buenísimo. Conozco a una persona que te puede asesorar". El anhelo de superación puede ser un factor motivacional constructivo, pero cuando se convierte en la clásica ambición desbordada y obsesiva, no sólo enferma el cuerpo sino el alma, además de producir un embotamiento significativo de la sen- sibilidad. La ambición es una de las peores creaciones de la mente, porque arrastra a su prima hermana la codicia, y ésta, a la destrucción. Trabajar es importante, pero no es lo único. No es suficiente fabricar zapatos, criar ganado o vender salchichas, hay que diversificarse de vez en cuando en lo trascendental para no diluirse en el microcosmos de la ignorancia que produce la rutina.
4. La importancia excesiva de los resultados
Ésta es una de esas tradiciones que no pertenecen al colonialismo español, sino al anglosajón. El pragmatismo ha establecido las reglas de lo concreto y las ventajas del utilitarismo como criterio de verdad. Lo bueno debe ser útil. Lo útil, es bueno. El Tipo A, congruente con su afán acaparador, hace de la obtención de logros su bandera de lucha. Por tal razón, abandonar los resultados es casi que una blasfemia y un sin sentido ridículo, producto de un romanticismo pendejo.
Es indudable que los resultados son importantes en un sin número de situaciones de la vida y que siempre estarán presentes en nuestras acciones. Es muy difícil prescindir de ellos, incluso los santos están pendientes de alcanzar a Dios. Pero una cosa es aceptar su participación relativa y otra muy distinta ser esclavo de las consecuencias. Más aun, existen momentos donde las expectativas frente al desenlace de los acontecimientos, paradójicamente, producen un efecto negativo. Si se le dice a un niño que está jugando tranquilamente con sus aviones, que “cuáles son los buenos y los malos” o que “quién va ganando”, se le está sugiriendo una modalidad distinta de entretenimiento: ganadores y perdedores. Al cabo de los días, el niño transforma el “volar por volar” en “carrera de aviones”. Descubre que el placer puede estar en ganar y que además puede ser ganador absoluto cada vez que quiera: un Tipo A en gestación.
Repito, el problema no está en desligarse totalmente de los efectos, ya que perderíamos la actitud previsora de resguardamos a tiempo, sino en saber cuando abandonar el final para disfrutar del argumento. Jugar como a uno le dé la gana, danzar

sin reglas, reír por reír y correr por correr, como Forrest Gump. Sembrar árboles sin esperar frutos. La vida nos proporciona infinidad de oportunidades para actuar sin el resultado a cuestas. Si al bailar, la preocupación se centra en que debe hacerse bien y ser el mejor, se acabó el deleite. Las mejores cosas de la vida suelen ocurrir cuando no esperamos nada. Lao Tse lo explicó así hace más dos mil quinientos años:
"La persona más sabia confía en el proceso. Sin tratar de controlar
toma todo como se presenta. No vive para lograr poseer sino simplemente para ser
todo lo que puede ser en armonía con el Tao".
Las personas Tipo A no comprenden que el viaje casi siempre es más importante que la llegada. Para ellos, filosofar, curiosear, experimentar, no tiene mucho sentido. Les impacta mucho más un camión de carga que un atardecer en la selva, y sin dudas, muchísimo más, la caída de la bolsa de Nueva York que la del muro de Berlín.

martes, 21 de febrero de 2012

DE REGRESO A CASA. Un reencuentro con las Fuentes naturales Del bienestar Y la salud emocional (II)


PARTE 1
EL PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA De cómo la mente puede
llegar a ser un estorbo
“Quien hace del pensar lo esencial, puede llegar lejos por ese camino, pero ha confundido el suelo con el agua y algún día se ahogará"
HERMAN HESSE
Los seres humanos vivimos enfrascados en una milenaria disputa interna difícil de resolver. Nos pasamos la mitad del tiempo tratando de maquillar esos incómodos rasgos animales, que casi siempre asoman, y el tiempo restante exhibiendo la supuesta grandiosidad de un cerebro cada vez más evolucionado, protuberante y peligroso. Vivimos enredados entre lo que nos gustaría hacer y lo que deberíamos. Dos sistemas de procesamiento aparentemente irreconciliables pugnan por imponerse: uno es prepotente, directo y emocional; el otro, solapado, astuto y racional. Emoción vs. razón, un dilema sin resolver: la típica representación de la mente cabalgando sobre el potro salvaje de los instintos.
Como resulta obvio para la generación tecnológica, las preferencias están marcadamente inclinadas a favor de la inteligencia artificial. Las incautas emociones son consideradas como un exabrupto de la naturaleza, a veces necesarias, pero sin lugar a dudas retrógradas. Admiramos mucho más a la persona que logra contener sus emociones hasta constiparse, que aquélla que suelta un grito de felicidad en una biblioteca pública porque encontró el poema perdido. Privilegiamos demasiado lo mental, a expensas de lo natural.
Si las emociones son un subproducto arcaico del cerebro, amenazante en potencia y desagradable en esencia, ¿para qué exhibirlas? Además, poder doblegarlas estaría demostrando la supremacía del hombre civilizado sobre la bestia. Desde pequeños nos condicionan a no sentir demasiado, no vaya a ser cosa que nos deshumanicemos, como si lo exclusivamente humano fuera pensar. Nos encantan los niños que no gritan, que duermen mucho, que no lloran, que casi no defecan y que no se

mueven mucho. Nos fascinan las personas que parecen plantas. Algunas mamás no crían niños, los riegan.
Las antiguas raíces prehistóricas del hombre siempre han sido un dolor de cabeza para los defensores de la razón, una irritante espina clavada en el "álter ego" de la cultura civilizada, que inexorablemente nos recuerda de dónde venimos. De ahí la importancia atribuida por muchos a saber camuflar y desterrar esos desagradables residuos del pasado animal. En una tertulia a la que fui invitado recientemente, uno de los participantes, defensor acérrimo de la mente, expresó su posición diciendo: "Al me- nos en este aspecto, parecería que Dios podría haberlo hecho mejor: ¿Qué necesidad tenía de emparentamos con los primates?" Cuando le dije que podíamos aprender muchas cosas interesantes de los chimpancés, no me volvió a hablar en toda la noche. Una típica conducta "humana”.
Tanto la ciencia como las corrientes espirituales, han intentado un programa supresivo emocional indiscriminado, pero sin mucho éxito. El organismo se ha resistido vehemente e inteligentemente a desprenderse de sus programas genéticos, como si dijera: "No insistan, si las emociones están conmigo por algo es". Ni los psicofármacos, ni la tan añorada "sobriedad emocional" oriental, han logrado domesticar significativamente el incontenible arrebato del sistema emocional-afectivo: cuando él considera que debe actuar, lo hace sin miramientos de ningún tipo.
Querer enterrar todas las emociones no sólo es una tarea imposible, sino peligrosa para la salud. Cuando el poderoso super yo comienza a frenar más de la cuenta los impulsos sanos y naturales que pugnan por salir, se produce un desequilibrio mente-cuerpo. En estos casos, el organismo, además de aburrirse como una ostra, desaprovecha recursos energéticos, pierde motivación y decae en su capacidad comunicativa. Las investigaciones psicológicas son claras en demostrar que el desconocimiento de los propios estados emocionales acortan la vida y predisponen a todo tipo de enfermedades. La emoción es la manera en que Dios nos recuerda que estamos vivos. Si logramos integrarla adecuadamente a nuestra vida, lograremos una mayor coherencia entre lo que hacemos, pensamos y sentimos, y un sentido de vida más vital. No estoy sugiriendo que seamos una especie de colon espástico con patas, o un simio juguetón, sino que modulada y saludablemente dejemos que la emoción actúe con nosotros y a través nuestro.
Como no estamos acostumbrados a hacer contacto con nuestras emociones, hemos creado una dislexia emocional, un analfabetismo respecto a su gramática básica. No sabemos qué hacer con ellas, nos queman y se las pasamos al vecino, al psicólogo o al cura. No somos capaces de discriminar qué emoción es buena, saludable y amable, y cuál no. Queremos eliminarlas a toda costa o al menos reducirlas, que más da si es el Prozac o las esencias florales, lo importante es controlarlas. Pero la biología no puede censurarse por decreto.
La ignorancia emocional se conoce con el nombre de alexitimia, y significa incapacidad de lectura emocional. Como veremos más adelante, las personas bloqueadoras (no lectoras) de emociones son propensas al cáncer y a contraer enfermedades del sistema inmunológico. Nos da miedo acercarnos a las emociones, porque cuando se activan demasiado perdemos el control. Emocionarse intensamente es quedar a la deriva y bajo el auspicio directo del universo. Bucear más allá de la razón y descifrar los antiguos códigos genéticos que aún se mantienen limpios, nos atemoriza. No sabemos mirar tan profundamente, y el no hacerlo, nos despoja de una de las mayores fuentes de sabiduría. Tal como decía Krishnamurti: “En ti se reproduce la historia de toda la humanidad". Solamente basta abrir el libro de la vida y leer en él.

Si quieres entender el cosmos, búscalo en tus sentimientos, ahí encontrarás lo que necesitas saber.
Pero la cuestión no es tan sencilla. Nuestro sistema atencional es claramente externalista, estamos más afuera que adentro. La confianza en uno mismo se ha trasladado a los amuletos, los astros, el cambio de gobierno, los ángeles o el destino. Nos movemos entre las promesas de los astrólogos y las reencarnaciones de un pasado difícil de indagar. Como en el cuento del borrachito, buscamos las llaves donde hay luz, aunque las hayamos perdido en otra parte. Una de mis pacientes, muy motivada por el crecimiento espiritual, antes de salir para su trabajo comenzaba la siguiente secuencia de actividades de "crecimiento interior": caminaba descalza un rato para absorber la energía de la tierra, colocaba un vaso con agua al sol antes de beberlo, meditaba veinte minutos con un mantra asignado por un director de la escuela de Maharishi, luego volvía a meditar otros diez minutos con un sonido cuántico sanador aprendido de otro maestro espiritual, ingería un desayuno ayurvédico, leía el horóscopo y se le entregaba con una oración al ángel de la guarda. Como resulta evidente, al comenzar su jornada laboral ya estaba agotada. Cuando después finalmente logró desligarse de tantos requisitos externos y dejó que la frescura de su propio interior se manifestara libremente, comenzó a vivir su espiritualidad de una manera más tranquila y natural. Centralizó su actividad exclusivamente en la meditación y la auto- observación, y soltó uno a uno los bastones en los cuales se había apoyado innecesariamente. Hacerse cargo de uno mismo, no deja de ser un placer cuasi narcisista saludable.
Aunque todas las emociones nos enseñan, no todas son buenas y aceptables. Hay sentimientos autodestructivos y altamente peligrosos que deben manejarse con cuidado o eliminarlos para siempre. Otros, como los amigos de verdad, nos ayudan en las buenas y en las malas, fortalecen el yo y nos engrandecen. Establecer esta diferenciación es fundamental antes de actuar.
Emociones primarias y secundarias: lo bueno para rescatar y lo malo para suprimir
Las emociones primarias son aquellas con las que nacemos. Son naturales, no aprendidas, cumplen una función adaptativa, son de corta duración y se agotan a sí mismas. Solamente duran lo indispensable para cumplir su misión: dolor, miedo, tristeza, ira y alegría, son algunas de las más importantes. Ellas forman parte de la persona y cumplen un papel vital para que podamos sobrevivir y adaptarnos al mundo. Si se reprimen sistemáticamente y se interrumpen con frecuencia, afectan gravemente la salud física y mental. Hay que Convivir con todas, integrarlas a nuestra vida y aprender de su funcionamiento. La sabiduría natural se expresa a través de ellas.
Las emociones secundarias son aprendidas, mentales, y aunque algunas de ellas, bien administradas, puedan llegar a ser útiles, no parecen cumplir una función biológica adaptativa. Son defensivas o manifestaciones de un problema no resuelto, y casi siempre implican debilitamiento del yo: sufrimiento, ansiedad, depresión, ira y restricción-apego, son algunas de las más significativas. A diferencia de las primarias, no se agotan a sí mismas y pueden permanecer por años o toda la vida. Si las dejamos actuar libremente y no las controlamos o eliminamos, nos enfermamos. Hay que tratar de reducirlas al máximo o quitarlas de nuestra vida y aprender de ellas lo que podamos. Son expresiones de la mente.

Las emociones secundarias pueden considerarse prolongaciones mentales de las emociones primarias. El dolor, la información corporal que nos permite saber cuándo un órgano anda mal, se extendió a supuestos “órganos mentales” y nació el sufrimiento. El miedo, el encargado de protegernos ante el peligro, se trasladó anticipatoriamente y se creó la ansiedad. La tristeza, que permite desactivar el organismo para su posterior recuperación, se generalizó en un sentido autodestructivo en lo que se conoce como depresión psicológica. La ira, la principal fuerza interior para vencer obstáculos, se almacenó en forma de rencor y resentimiento. La alegría, la más poderosa e importante de las emociones, fue duramente restringida o convertida en apego al placer. El aparato mental humano creó una dimensión artificial paralela a la realidad fisiológica, invadió los terrenos de lo natural y se apropió indebidamente de siglos de evolución. Posiblemente ése sea el origen de la enfermedad mental.
La estructura psicológica humana gira alrededor del tiempo. Si observamos por un momento cómo funciona la mente, descubriremos algo sorprendente. Nunca está quieta. Siempre hay una sensación de movimiento interior; una impresión de ir y venir; un desplazamiento de lo que uno “es”, a lo que uno "va a ser". Poseemos el don de transitar a través del tiempo mental como nos dé la gana. Podemos resucitar el pasado más remoto, crear el futuro con siglos de anticipación, congelar los momentos y, lo que es más importante, repetir el viaje cuantas veces queramos. Como un péndulo incapaz de detenerse, la mente humana se balancea incesantemente entre pasado y futuro, postergación y esperanza, culpa y amenaza, nostalgia y desilusión. El aquí y el ahora, la parada donde supuestamente reposa la verdadera tranquilidad, se reduce a una estación de paso para seguir fluctuando. El "llegar a ser", el "yo ideal" y los famosos "debería", son productos de esta extraña habilidad de proyectarse en el tiempo. Tal como reza un proverbio Zen: "La mente insensata no se detiene, si se detiene es iluminación". Hay que tratar de disminuir las fluctuaciones de la mente hasta donde podamos, para estar más atentos al momento presente.
De regreso a casa: el arte de aquietar la mente y el reencuentro con la sabiduría natural
Hubo una época en que la mente vivía en el presente y estorbaba menos. En esos tiempos lejanos, probablemente el hombre se alimentaba de cierta sabiduría natural que emanaba de las fuentes descontaminadas del saber universal. Sin cursos de lecto- escritura ni traducciones simultáneas, el ser humano aprendía lo necesario para desarrollar auto consciencia y generar sabiduría y amor a borbotones. La mente y el cuerpo trabajaban armoniosamente respetando los ciclos de evolución y el principio de unidad. Desgraciadamente, en algún lugar de la evolución, la mente desvió su rumbo hacia el egocentrismo, inventó el tiempo psicológico y dejó de ser un medio para convertirse en un fin. Hace algunos cientos de miles de años, la estructura mental del hombre produjo un giro inesperado sobre sí misma rompiendo la continuidad del hombre con la naturaleza. Al auto-centrarse, el ser humano se convirtió en una entidad fragmentada revestida de una aparente individualidad, pero ajena a la totalidad de la existencia. Nos alejamos del lenguaje natural de la vida y perdimos el rumbo.
La humanidad añora volver a lo primario, a la morada original donde comenzó el ascenso del hombre y a esa existencia plena, repleta de salud y bienestar. Podemos vivir mejor; aliviar el sufrimiento, mejorar nuestra calidad de vida, descontaminar la mente y crecer en sabiduría y amor. Creo que en algún rincón olvidado de nuestra estructura genética está la clave para retomar el sendero perdido. Es

hora de deshacer los pasos y desenterrar los tesoros que alguna vez equivocadamente enterramos.
Nos sobra cerebro y nos falta emoción. Debemos "des-mentalizar" nuestra manera de procesar la información y darle más cabida a lo natural. Serenar la mente y traerla un poco más al presente para que podamos mirar lo emocional sin tanta contaminación. Mejorar el equilibrio mente-cuerpo para que nuestro yo salga fortalecido. Ése es el reto.

viernes, 10 de febrero de 2012

DE REGRESO A CASA. Un reencuentro con las Fuentes naturales Del bienestar Y la salud emocional

Siguiendo el estilo de los dos libros anteriores de Walter Riso, DESHOJANDO MARGARITAS y APRENDIENDO A QUERERSE A SÍ MISMO, DE REGRESO A CASA es un texto de auto-ayuda, escrito en un lenguaje sencillo, entendible para la mayoría de los lectores. Su contenido trata sobre la importancia de volver a lo natural y saber integrar las emociones biológicas a nuestra vida de manera constructiva. El autor muestra la diferencia entre las emociones primarias, que hay que salvar, y las secundarias, inventadas por la cultura, que hay que eliminar. Más específicamente se rescatan el miedo, la ira, el dolor, la tristeza y la alegría, se muestran sus propiedades curativas y se alerta sobre el peligro de sus similares inventados por la mente: la ansiedad, el rencor, la depresión y el apego. La obra está fundamentada en los datos más recientes de la psicología cognitiva y la moderna teoría de las emociones, así como en la experiencia clínica del autor.

Sobre el autor

Walter Riso realizó estudios de psicología en la Universidad de San Luis (Argentina) y en la Universidad de San Buenaventura (Colombia). Desde hace veinte años trabaja como psicólogo clínico, práctica que alterna con el ejercicio de la cátedra universitaria y la realización de investigaciones y publicaciones sobre los aspectos cognitivos del comportamiento. Actualmente es profesor de terapia cognitiva y coordinador general del Centro de Estudios Avanzados en Psicología Clínica en Medellín, Colombia.

INTRODUCCIÓN
La psicología de la salud ha demostrado que el equilibrio mente-cuerpo es uno de los factores más importantes para crear inmunidad psicológica y física. Para lograr esta armonía, no solamente necesitamos pensar bien y serenar la mente, sino también integrar adecuadamente nuestras experiencias afectivas. Desgraciadamente, la cultura de lo virtual ha creado un mundo artificial supremamente desequilibrado que nos aleja cada día más de lo esencialmente humano. Estamos tan enfrascados en la rutina mecanizada de lo habitual, que hemos desperdiciado una de las mayores fuentes de conocimiento innato: la emoción biológica.
Si bien es cierto que muchas emociones inventadas por la mente son malsanas y hay que eliminarías, las emociones primarias, no aprendidas, nos permiten entrar al mundo de lo natural por la puerta grande. Como una llave mágica, ellas descubren el léxico oculto de cómo piensa y opera el cosmos. El poder de las emociones está en su pureza. Emocionarse es rescatar los vestigios más antiguos y descontaminados de lo que verdaderamente somos y de este modo seguir evolucionando. Si la mente desvirtúa su función original, ya sea bloqueándolas o colocándolas al servicio de fines irracionales, pierden su capacidad curativa y pueden crear enfermedad; pero si aprendemos a decodificar correctamente su mensaje implícito y a fluir con ellas, estaremos creando salud y bienestar.
La motivación básica del presente texto es acercamos a estas emociones benéficas, rescatarlas e integrarlas a la vida cotidiana, para que logremos recoger sus enseñanzas y recuperar parte de aquella sabiduría natural que alguna vez tuvimos. Tal vez debamos comprender de dónde venimos, para saber a dónde vamos. Y acaso, dejar de buscar en la inmensidad del firmamento exterior, para indagar en nuestro propio ser. En lo más primitivo de nuestra humanidad están las directrices que hay que seguir, sólo debemos tomarlas y vivirlas a plenitud.